El objeto surrealista
SITUACION DEL OBJETO
SURREALISTA
André Bretón – Praga (1935)
Fragmento de la conferencia que dictara Bretón en Praga acerca del objeto surrealista.
Grande es mi alegría al tomar hoy la palabra fuera de Francia, en una ciudad que ayer no conocía, pero que era la menos extranjera de cuantas ciudades no había visitado. Praga, adornada de legendarios encantos, es, en verdad, uno de los lugares en los que se fija electivamente el pensamiento poético, que siempre anda más o menos a la deriva en el espacio. Abstracción hecha de las consideraciones geográficas, históricas y económicas que esta ciudad pueda suscitar, y también de las costumbres de sus habitantes, lo cierto es que, al contemplar desde lejos su imagen erizada de torres, única en el mundo, creímos hallarnos ante la mágica capital de la vieja Europa. Por el solo hecho de que Praga ofrezca todavía a la imaginación todos los encantos del pasado, creo que entre cuantos lugares existen en el mundo éste será aquel en que menos dificultades tendré para que se comprendan mis palabras, por cuanto, al proponerme hablaros esta tarde de la poesía y del arte surrealistas, someteré a vuestro criterio la posibilidad de conseguir mágicos encantamientos en la actualidad y en el futuro. Muy bien se ha dicho «el objeto de arte se encuentra en un lugar intermedio entre lo sensible y lo racional; el objeto de arte es algo de naturaleza espiritual que reviste apariencias materiales; el arte y la poesía crean, a voluntad, en tanto en cuanto se dirigen a los sentidos o a la imaginación, un mundo de sombras, de fantasmas, de representaciones ficticias, y no cabe, basándonos en tal hecho, acusarles de ser impotentes para producir algo que no sea formas sin contenido real»
El mundo de nuevas sombras que se conoce bajo el nombre de surrealismo es precisamente aquel que, con gran placer, quiero evocar bajo el cielo de Praga. Pero debo hacer constar que no es tan sólo el color de este cielo, más fosforescente en su distancia que cualquier otro, lo que me induce a creer que mi tarea será aquí más fácil que en cualquier otro lugar, por cuanto también me consta que, desde hace muchos años, existe una perfecta comunión entre mis ideas y las de hombres cual Vitezslav Nezval y Karel Teige, con cuya amistad y confianza me honro; también sé que gracias a sus desvelos han sido puestos aquí de manifiesto, con perfecta claridad, los orígenes y las etapas del movimiento surrealista francés, movimiento cuyo desarrollo estos amigos no han dejado de examinar atentamente en momento alguno. Interpretado constantemente con suma vitalidad por el segundo de los nombrados, y objeto de una poderosa impulsión lírica por parte del primero, el surrealismo puede enorgullecerse de gozar actualmente, en Praga, del mismo desarrollo de que goza en París. Estos hombres son, ante todo, amigos y colaboradores, a quienes dirijo un saludo, a través de Toyen, Stirsky, Biebl, Makovsky, Bronk, Honzl y Jezek, presentes en esta sala.
Quiero hacer constar que sus actividades, sea cual fuere el plano en que las ejercen, en nada se diferencian de las mías, y que basándome en el creciente estrechamiento de los vínculos que nos unen, vínculos que también nos unen a un núcleo muy activo de poetas y artistas, núcleo ya constituido o en vías de constitución en cada país, espero podamos llevar a cabo entre todos una acción verdaderamente concertada, acción imprescindible si queremos que un día no muy lejano la voz del surrealismo domine en la esfera internacional, dentro del terreno que le es propio, y en el que incluso aquellos que denigran el surrealismo, por considerarlo síntoma de un mal social más o menos curable, están obligados a reconocer que nada hay, con un mínimo de significación, que se le pueda verdaderamente oponer.
La publicación en este país de textos admirablemente documentados y exhaustivos, tales como Suét, ktéry votti, de Karel Teige, la reciente traducción al checo de mis dos obras Nadia y Los vasos comunicantes, las diversas conferencias seguidas de coloquio celebradas en Praga a cargo de nuestros amigos, las muy objetivas reseñas publicadas en «Surréalismus v diskusi» de los debates a que el surrealismo ha dado lugar en los últimos años, las muchas exposiciones de pinturas y esculturas, y, en fin, la reciente fundación de la revista «Surréalismus», dirigida por Vitezslav Nezval, han contribuido a que, al aceptar la invitación que me dirigió la Sociedad Manes, pueda hablar a un público que, en su gran mayoría, goza de excelente información. Por esto creo innecesario exponeros la historia del movimiento surrealista desde 1920 hasta el presente. No os hablaré de ello, sino del mismísimo objeto de nuestra atención.
Quiero recordar que, en ocasión de una conferencia pronunciada en Bruselas hace poco menos de un año, me referí muy brevemente al hecho consistente en que, a consecuencia de la aparición del surrealismo, se estaba produciendo una crisis fundamental del objeto. En aquella ocasión dije: «La vista de día en día más lúcida del surrealismo se ha mantenido fija, de modo principal, en el curso de los últimos años, sobre el objeto. Únicamente el muy atento estudio de las numerosas especulaciones públicas a que recientemente ha dado lugar este objeto (objeto onírico, objeto de función simbólica, objeto real y virtual, objeto móvil y mudo, objeto fantasma, objeto hallado) podrá permitir captar en todo su alcance la actual tentación del surrealismo. Es indispensable centrar nuestro interés en este punto.» Al cabo de diez meses, esta conclusión no ha perdido ni un ápice de actualidad. Recientemente, Man Ray ha tenido a bien proponer algo que, en este aspecto, resulta altamente significativo. Para que comprendáis perfectamente la idea de Man Ray, desde un punto de vista sensible, la ilustraré con un breve comentario.
El mayor peligro que actualmente amenaza al surrealismo quizá radique en el hecho de que en virtud de la rápida difusión mundial que súbitamente ha experimentado, su nombre ha tenido más pronta aceptación que la idea que lo inspira, pese a nuestros esfuerzos para que así no fuera, por lo que una serie de producciones de toda laya, más o menos discutibles, se han colocado la etiqueta surrealista, y así vemos que muchas obras, desde las de tendencia «abstracta», aparecidas en Holanda y Suiza, hasta las más recientes narraciones breves publicadas en Inglaterra, presentan ciertas equívocas relaciones de vecindad con las obras surrealistas, y del mismo modo el innombrable M. Cocteau se ha atrevido a inmiscuirse en exposiciones surrealistas celebradas en América, y en publicaciones surrealistas aparecidas en el Japón. Para evitar tales confusiones, o para imposibilitar que se vuelvan a cometer tan groseros abusos, es aconsejable que establezcamos una muy precisa línea divisoria entre aquello que es esencialmente surrealista y aquello que, a fines publicitarios o de otra índole, pretende hacerse pasar por surrealista.
Evidentemente, lo ideal sería que todo auténtico objeto surrealista pudiera ser inmediatamente reconocido en virtud de un signo distintivo externo, a cuyos efectos Man Ray pensó en una especie de sello o timbre. Del mismo modo que, por ejemplo, el espectador puede leer en la pantalla la inscripción «Es un film Paramount» (abstracción hecha, en este caso, de la insuficiente garantía que ello comporta en cuanto se refiere a la calidad), el público, que hasta el momento ha estado insuficientemente informado, vería, incorporado de una manera u otra al poema, al libro, al dibujo, a la tela, a la escultura, a la nueva construcción, que tuviera ante sí, una marca puesta allí, una marca inimitable e indeleble, algo así como la frase: «Este es un objeto surrealista.» El finísimo humorismo con que Man Ray ha dado forma actual a esta idea no le quita eficacia en modo alguno. En el supuesto de que dicha idea pudiera llevarse a la práctica, debemos dar por sentado que la arbitrariedad quedaría totalmente apartada de las consideraciones en cuyos méritos se decidiría la pertinencia de la imposición o no imposición de la marca mencionada.
El mejor medio para llegar a un acuerdo con respecto a esto último consiste, a mi parecer, en determinar la exacta situación que en el día de hoy ocupa el objeto surrealista. Quede claramente establecido que esta situación es correlativa de otra, es correlativa de la situación surrealista del objeto. Únicamente después de que hayamos llegado a un total acuerdo con respecto al modo en que el surrealismo se representa al objeto en general, se representa esta mesa, se representa la fotografía que este señor lleva en el bolsillo, un árbol en el instante preciso en que le cae un rayo encima, una aurora boreal —y, entrando en el campo de lo imposible— un león volador, únicamente entonces podremos iniciar el estudio conducente a definir el lugar que el objeto surrealista debe ocupar, a fin de que su calidad de tal quede aclarada.
Quiero hacer constar que en la expresión «objeto surrealista», tomo la palabra objeto en su más amplio sentido filosófico, despojándola temporalmente de la particularísima acepción que ha tenido entre nosotros durante los últimos tiempos, ya que, como sabéis, se ha formado la costumbre de considerar que «objeto surrealista» no es más que cierto tipo de minúscula construcción no escultórica cuya importancia, por otra parte, espero poder hacer comprender a continuación, pero que no por ello merece exclusivamente el nombre que se le ha dado, nombre que sigue ostentando a falta de designación más ajustada.
Jamás insistiré lo bastante en que Hegel, en su Estética, se ocupó de todos aquellos problemas que, en el campo de la poesía y de las artes, pueden actualmente considerarse como los más difíciles, y que, con una lucidez sin par, los resolvió casi todos. Únicamente la ignorancia sabiamente disfrazada existente en los diversos países con respecto a la casi totalidad de la genial obra de Hegel, explica que aquí y allá haya aún oscurantistas a sueldo que hallen todavía en estos problemas motivos de inquietud o pretextos para in-cesantes controversias.
Del mismo modo, únicamente la ciega sumisión (a la letra que no al espíritu) de gran número de marxistas a lo que ellos consideran, en méritos de una superficial interpretación, como el pensamiento de Marx y de Engels, explica que la Rusia soviética y los organismos culturales de los países sometidos a su control, sigan la deplorable actitud de corear a quienes nos hemos referido anteriormente, y permiten que se vuelvan a iniciar, y, lo cual es todavía peor, que adquieran gran tensión pasional, unos debates que, después de Hegel, ya no pueden tener lugar. Basta con citar a Hegel para que los ceños se frunzan, en los ámbitos revolucionarios. ¡A Hegel, al hombre que pretendió poner la dialéctica cabeza abajo, piensan los revolucionarios! Inmediatamente os miran como a un ser sospechoso, y, como sea que las tesis marxistas sobre arte y poesía, tesis que, dicho sea, incidentalmente, escasean y son poco convincentes, han sido todas improvisadas mucho después de Marx, el primer filisteo recién llegado puede lograr el general aplauso con sólo lanzar a la cabeza del auditorio los términos «literatura y pintura de combate», «contenido de clase», etc., etc.
Sin embargo, Hegel existió. Existió y, con mucha antelación, dictó sentencia sobre las hueras acusaciones que ahora se nos formulan. Sus opiniones en materia de arte y poesía, que son las únicas, hasta el presente momento, que derivan de una cultura enciclopédica, siguen siendo, ante todo, propias de un maravilloso historiador; nadie puede decir que estas opiniones estén viciadas a priori por los compromisos derivados del sistema adoptado, y si, pese a todo, el lector materialista advirtiera, en el curso de los desarrollos forzosamente suscitados por este sistema, la existencia de dichos compromisos, éstos únicamente quedarían traducidos en unos cuantos errores fácilmente rectificables. Lo esencial es que se formó un conjunto verdaderamente único de conocimientos, y que este conjunto de conocimientos pudo someterse a la acción de una máquina a la sazón totalmente nueva, ya que el propio Hegel la había inventado, de una máquina cuya potencia ha demostrado ser única, a saber, la máquina dialéctica. Creo que, incluso en nuestros días, es a Hegel a quien debemos recurrir para averiguar si la actividad surrealista en materia artística está o no está sólidamente fundada. Únicamente Hegel puede decir si esta actividad estaba predeterminada en el tiempo, únicamente Hegel puede aclararnos si la duración futura del surrealismo habrá de contarse en días o en siglos.
Ante todo, conviene recordar que Hegel previo muy claramente el actual destino de la poesía, de la poesía a la que situaba por encima de todas las artes —según Hegel, las artes se relacionan en el siguiente orden, que va de la más pobre a la más rica:
Arquitectura,
Escultura,
Pintura,
Música
Poesía
De la poesía en la que Hegel veía «el verdadero arte del espíritu», el único «arte universal» capaz de producir en su propio ámbito todos los modos de representación propios de las otras artes. Hegel puso magníficamente de relieve que, en la misma medida en que, al paso del tiempo, la poesía tiende a predominar más y más sobre las demás artes, manifiesta, contradictoriamente, más y más necesidad de alcanzar, 1.° por sus propios medios, y 2. por nuevos medios, la precisión propia de las formas sensibles. La poesía, libre de todo contacto con la materia que pesa, gozando del privilegio de representar material y moralmente las sucesivas situaciones de la vida, realizando merced al beneficio de la imaginación la perfecta síntesis del sonido con la idea, no ha dejado ni un momento, en la época moderna, a contar desde su gran emancipación romántica, de afirmar su hegemonía sobre las restantes artes, no ha dejado de penetrarlas profundamente, de conquistar en ellas más y más territorio. A decir verdad, parece que sea en la pintura donde la poesía haya hallado un más amplio campo de influencia; la poesía ha arraigado tan firmemente en la pintura que ésta puede, en nuestros días, pretender compartir, en entre un poema de Paul Eluard o de Benjamín Péret y una tela de Max Ernst, de Miró, de Tanguy. La pintura, liberada de la preocupación de reproducir básicamente formas del mundo exterior, utiliza ahora, a su vez, el único elemento exterior del que ningún arte puede prescindir, a saber, la representación interior, la imagen presente en el espíritu. La pintura confronta esta representación interior con la representación de las formas concretas del mundo real, busca, tal como ocurre en la pintura de Picasso, aprehender el objeto en su aspecto general, y, cuando lo ha conseguido, intenta aquella tarea suprema que es la tarea poética por antonomasia: excluir (relativamente) el objeto exterior en cuanto tal, y considerar la naturaleza únicamente en su relación con el mundo interior de la conciencia.
La fusión de las dos artes suele realizarse, en nuestros días, de modo tan integral que, para hombres como Arp y como Dalí, resulta indiferente, y valga la expresión, expresarse con medios poéticos o expresarse con medios plásticos, y si bien en el caso del primeramente nombrado estas dos formas de expresión son consideradas, sin la menor duda, como necesariamente complementarias, también es cierto que en el caso del segundo son tan perfectamente susceptibles de superponerse que. la lectura de algunos fragmentos de sus poemas produce tan sólo el efecto de dar vida a unas cuantas escenas visuales más, a las que, sorprendentemente, la vista otorga el resplandor propio de los cuadros de este artista.
La pintura ha sido el primer arte que ha conseguido ascender gran parte de los escalones que le separaban, en cuanto modo de expresión, de la poesía, pero conviene advertir que tras ella lo hizo la escultura, tal como demuestran los experimentos de Giacometti y de Arp. Es curioso observar que la arquitectura, es decir, la más elemental de todas las artes, haya sido también la primera en orientarse verdaderamente en la dirección antes dicha. No debemos olvidar, a este respecto, que el arte arquitectónico y escultórico de 1900, el modern style, pese a la reacción especialmente violenta subsiguiente, revolucionó totalmente las ideas que se había conseguido tuvieran carácter predominante en lo referente a las construcciones humanas en el espacio, y expresó con intensidad única, súbita y totalmente inesperada, el «ansia de ideal» que, hasta aquellos días, se había juzgado fuera del campo de acción de dichas artes, por lo menos en el mundo civilizado. Tal como en términos apasionados lo expresó Salvador Dalí, en 1930, por vez primera: «ningún esfuerzo colectivo ha conseguido crear un mundo de sueños tan puro y tan inquietante cual estas construcciones modern style, que constituyen, al margen de la arquitectura, en sí mismas, verdaderas realizaciones de deseos solidificados, en las que el más violento y cruel automatismo revela dolorosamente el odio hacia la realidad y el deseo de hallar refugio en un mundo ideal, tal como ocurre en los casos de neurosis infantil».
Notable es el caso, ocurrido en Francia, a fines del siglo XIX, de aquel hombre totalmente inculto, conocido con el nombre de "el factor Cheval", cuya función social consistía en distribuir el correo a varios pueblos de Dróme, y que edificó, sin ayuda alguna, animado por una fe que no le abandonó en el curso de cuarenta años, e inspirándose solamente en sus sueños, una maravillosa construcción a la que todavía no se ha podido dar utilidad ni destino, en la que quiso que no hubiera un solo rincón habitable, y cuyo único lugar útil era el destinado a guardar la carretilla con la que transportaba los materiales, construcción a la que tan sólo iluminó con el nombre de «Palacio Ideal». Así podemos ver que la irracionalidad concreta ha intentado, a partir de esta época, en arquitectura (el caso del factor Cheval seguramente no es único, ni mucho menos), romper todos los moldes, y la severa reacción que en este dominio hemos padecido, desde la época antes dicha, no es sin duda tan definitiva como se nos ha hecho creer, ya que hace pocos días se nos dijo que en París, en el pabellón suizo de la ciudad universitaria, construcción que exteriormente obedece a cuantas características de racionalismo y sequedad cabe exigir en los últimos años, puesto que es obra de Le Corbusier, se había proyectado una sala con los muros «irracionalmente ondulados» (sic), los cuales, además quedarían cubiertos con ampliaciones de fotografías de animales microscópicos y de porciones de minúsculos animales. Parece, pues, que el estilo artístico que ha hallado expresión en la magnífica iglesia de Barcelona, toda ella legumbres y crustáceos, se dispone en nuestros días a contraatacar, y que el irreprimible deseo humano —que en nuestros días se manifiesta cual en ninguna otra época— de aplicar a las restantes artes lo que durante largo tiempo se creyó prerrogativa de la poesía, no tardará en superar ciertas rutinarias tendencias que intentan protegerse en las pretendidas exigencias de la utilidad.
Del mismo modo que la poesía tiende más y más a conformar las expresiones de las demás artes con la expresión que le es propia, es decir, a reflejarse en ellas, cabe también esperar que la poesía procure remediar aquello que constituye su relativa deficiencia, con respecto a las demás artes. Con respecto a la pintura y a la escultura se encuentra, la poesía, en desventaja en lo referente a la expresión de la realidad sensible y a la precisión de las formas exteriores; con respecto a la música, está en inferioridad en cuanto hace referencia a la comunicación inmediata, invasora e incriticable de los sentimientos. Sabemos muy bien cuánta influencia tuvo la nueva conciencia de esta inferioridad en ciertos poetas del pasado siglo, quienes, so pretexto de la instrumentación verbal, creyeron tener el derecho de subordinar el sentido al sonido, y, por esto, a menudo cayeron en el error de limitarse a reunir vacíos caparazones de las palabras.
El error fundamental de tal actitud consiste, a mi parecer, en subestimar la primordial virtud del lenguaje poético, ya que este lenguaje debe ser, ante todo, universal. Si cierto es que en momento alguno hemos dejado de afirmar, en concordancia con Lautréamont, que la poesía debe ser obra de todos, es decir, que la poesía debe ser hecha por todos, si este aforismo es el que quisiéramos grabar entre todos en el frontis del edificio surrealista, no hay siquiera que decir que ello comporta para nosotros, como indispensable contrapartida, que la poesía debe ser comprendida por todos. No elevemos gratuitamente la barrera de los idiomas. Hegel escribió: «También es indiferente, para la poesía propiamente dicha, que una obra poética sea leída o recitada. Del mismo modo, la obra poética puede ser traducida a una lengua extranjera sin que sufra alteración esencial, e igualmente cabe pasar los versos a prosa. También se puede alterar totalmente la relación entre los sonidos.» El error de Mallarmé y de otros simbolistas ha tenido sin duda la saludable consecuencia de provocar el general recelo hacia aquello que constituía, hasta el momento de la aparición de los simbolistas, el elemento accesorio, accidental, erró-neamente considerado como timón indispensable del arte poético, y con estas palabras me refiero a las combinaciones externas, tales como la medida, el ritmo y la rima. El voluntario abandono de las combinaciones gastadas y que habían llegado a ser arbitrarias obligó a la poesía a sustituirlas, y, como no ignoramos, esta necesidad, sentida incluso con anterioridad a Mallarmé, nos ha proporcionado la mejor parte de las Iluminaciones de Rimbaud, Los Cantos de Maldoror de Lautréamont, y casi todo lo que en poesía merece ser tenido en cuenta, a partir de entonces. Como es lógico, la armonía verbal salió inmediatamente beneficiada de ello, y, además, la causa del lenguaje universal, a la que revolucionariamente se entregaron los poetas con toda la fuerza de su particular disidencia, dejó de ser traicionada. Pero la veleidad manifestada por la poesía al ir a situarse, en dicho momento de su evolución, bajo la dependencia de la música, tiene un gran valor sintomático. Igualmente, sintomático es el deseo experimentado por Apollinaire de expresarse, en sus Caligramas, mediante una forma que fuese, al mismo tiempo, poética y plástica, y más sintomática aún es su primigenia intención de reunir esta clase de poemas bajo el título Y también soy pintor. Es importante subrayar que, en este aspecto, las tentaciones que sufrieron los poetas han resultado duraderas; también las tuvo Mallarmé como demuestra claramente su último poema, titulado «Una tirada de dados jamás abolirá el azar»; y, a mi parecer, esta tentación se ha transmitido a los poetas de nuestros días, con toda su fuerza.
Por esto creo que en la actualidad existe la posibilidad, muy interesante, de realizar aquella experiencia que consiste en incorporar a un poema objetos usuales o no, que consiste, dicho sea, con mayor exactitud, en componer un poema en el que los elementos visuales hallen su lugar entre las palabras, sin darles jamás un doble sentido. Creo que el juego de las palabras con estos elementos, nombrables o no, puede dar al lector- espectador una sensación muy nueva, de naturaleza excepcionalmente inquietante y compleja. Para contribuir al sistemático desorden de todas las significaciones, desorden preconizado por Rimbaud y puesto constantemente al día por el surrealismo, considero que es preciso no dudar ni un instante en extrañar la sensación.
Pero ya hemos dicho que la poesía busca simultáneamente, 1." con sus propios medios y 2." con medios nuevos, aprehender con toda precisión las formas sensibles. Por interesante que sea el estudio de los nuevos medios del tipo que acabo de mencionar a título de ejemplo, es preciso no recurrir a ellos sino después de haber adquirido una idea muy clara de los medios propios de la poesía, y después de haber intentado sacar el mayor provecho de éstos. Visto lo anterior, podemos preguntarnos: ¿Hasta el tiempo de Hegel, qué condiciones debían darse para que hubiera poesía? Era necesario:
1) que el tema no fuera concebido bajo la forma de pensamiento racional o especulativo, ni bajo la forma del sentimiento que paraliza el lenguaje, ni con la precisión de los objetos sensibles.
2) que el tema quedase despojado, al penetrar en la imaginación, de aquellas particularidades y accidentes que destruían su unidad, así como del carácter de relativa dependencia de dichas partes.
3) que la imaginación quedara libre y pudiera considerar como mundo independiente cuanto en ella apareciera. Como veremos, estos imperativos tenían ya una naturaleza tan imprescindible que difícilmente podremos dejar de darnos cuenta de que toda la batalla poética del pasado siglo se libró en torno a los mismos.
Ya hice observar, en Miseria de la Poesía, publicada en 1930, que el tema poético, obediente a la necesidad de apartarse más y más de la forma de pensamiento real o especulativa, no pudo sino merecer, hace ya un siglo, la consideración de hecho indiferente, y que, a partir de entonces, fue imposible proponerse el tema a priori. Dejó de ser posible proponerse a priori en 1869, cuando Lautréamont escribió en Maldoror la siguiente frase inolvidable: «El cuarto canto lo iniciará un hombre o una piedra o un árbol.» Por otra parte, la interdependencia de las distintas partes del discurso poético no ha dejado de ser atacada y socavada de las más diversas maneras; ya en 1875 Rimbaud escribe su último poema, «Réve», que es el triunfo absoluto del delirio panteísta, en el que lo maravilloso se une sin dificultad con lo trivial, y que ha llegado hasta nosotros como la quintaesencia de las más misteriosas escenas de los dramas de la época isabelina. (…)